Relatos

Ansia de gloria

          El suelo pareció temblar bajo los pies de Diego al pisar de nuevo tierra firme. En un primer momento se había sentido mareado al subir en el navío, pero después de una semana de continuos vaivenes terminó acostumbrándose. Por desgracia, los perros no habían soportado la travesía de la misma manera; el pelaje otrora lustroso se percibía cetrino y apagado; los abultados músculos que habían supuesto el orgullo de su cuidador habían desaparecido; y la pérdida de peso de  los animales resultaba alarmante.

            Al llegar a la Habana había intentado por todos los medios sacarlos de esa bodega en la que llevaban hacinados casi dos meses, pero la respuesta que recibió del alférez  fue contundente.

            ­­­­­­­­­­­­—La pólvora y la plata son más importantes que esos chuchos sarnosos, no hay tiempo de sacarlos a pasear.

            Una vez que llegaron a suelo americano no esperó ningún permiso para librar de su encierro a los perros. Notó al instante cómo la famélica jauría agradecía el poder estirar las patas recorriendo el puerto de Nueva Orleans. Los había llevado a un claro un tanto apartado de la vorágine de marineros y estibadores malhumorados cuando un muchacho llegó al trote. Uno de los mastines empezó a perseguir al chico con no se sabe muy bien que intenciones. Un sonoro silbido de Diego detuvo la carrera del can, que regresó junto a sus compañeros.

            —Gracias  —dijo jadeante—. Por orden directa del gobernador de Louisiana, se me ha encomendado guiarlos hasta  sus dependencias.

            Diego bajó la cabeza en gesto afirmativo, y después de reunir a los perros, se dispuso a seguir al muchacho. Las dependencias resultaron ser una perrera de dimensiones similares a la bodega del barco y un camastro en un altillo. Por suerte, delante del edificio se extendía una amplia explanada donde los sabuesos podrían ejercitarse.

            Tres meses después  y sin otra ocupación que patrullar la orilla del Misisipí, se preguntaba si su madre no habría exagerado su reacción  al compartir con ella la decisión de  probar fortuna en América. El brío y la inconsciencia de la juventud le habían arrastrado en busca de la gloria y el oro, y el don natural con los animales le había granjeado una plaza en la primera embarcación que salió con dirección al nuevo continente. Ahora, tras haber cruzado medio mundo, recapacitaba sobre lo poco que había cambiado realmente su vida: todo el día rodeado de perros y escuchando las anécdotas de la soldadesca sin poder aportar un ápice de emoción a la conversación.

            Aún con los postigos de las ventanas abiertos de par en par la cantina parecía un auténtico horno. Allí el verano no era tan distinto del español, lo que agrandaba la percepción de seguir encontrándose en el mismo punto que al abandonar su casa en el Puerto de la Cruz. Tres alargadas mesas de madera ocupaban toda la estancia, y las voces graves y entrecortadas de los soldados atronaban los oídos de cualquiera que les rodeara.

            —Como os lo cuento —decía un veterano del fijo mientras masticaba a dos carrillos un enorme muslo de pavo y lanzaba perdigones por doquier—. Aquel desgraciado inglés todavía no estaba muerto cuando el piel roja que nos acompañaba ya tenía incrustado el hacha en su cráneo y le rebañaba toda la cabellera. Estos ojos han visto mucho, pero os puedo asegurar que los chillidos de ese desdichado aún resuenan en mi cabeza.

            Diego escuchaba las historias con una mezcla de asombro y envidia, no podía entender cómo desde que llegó todavía no había entrado en combate con los casacas rojas. Había visto un par de indios ir y venir, pero ni siquiera había entablado conversación alguna con ellos. Vestían exóticos atuendos, aunque nada en su apacible carácter podía augurar ese frenesí guerrero.

            —Eso no es nada Rodrigo —replicó otro—. Un negro asignado a mi compañía, desarmado y enloquecido por la batalla, agarró un jodido pedrusco del suelo y repartió matarife a todo inglesucho que se le acercaba. Al terminar la batalla, el moreno tenía todo el cuerpo embadurnado de sesera y la mirada perdida en el infinito. Creo que hubo que sacrif…

            Las conversaciones cesaron de inmediato cuando la puerta restalló en sus goznes y un soldado, ataviado con la indumentaria completa, entró a la carrera. La tensión crecía a cada segundo que este permanecía en silencio tratando de recuperar el resuello.

            —Se ha declarado la guerra de manera oficial a los británicos—pudo anunciar al fin—. Por orden del gobernador Gálvez, en dos días todo hombre capaz de sujetar un mosquete partirá a someter el margen izquierdo del Misisipí.

            Tras estas palabras, en la cantina volvió a reinar un confuso murmullo en el que nadie parecía escuchar a nadie y todos tenían algo que decir. Diego se retiró a la perrera con la emoción embargando su rostro y un enorme nudo formado en su estómago. Llegó el momento que había estado anhelando desde que se alistó. Estiró la impoluta casaca blanca sobre su lecho, caló la bayoneta en el fusil después de abrillantarla y se quedó observándolos ensimismado mientras acariciaba el lomo de un alano con el que se había encariñado.

            De pronto, el brusco azote del viento contra los maderos de la perrera le sacó de sus ensoñaciones. El silbido del exterior más que decaer  parecía intensificarse por momentos. El perro gañía lastimeramente mientras acercaba, aún más, su tibio cuerpo al de Diego.

            —Tranquilo chico, solo es una tormenta de verano —dijo más para tranquilizarse a sí mismo que al perro.

            Un tremendo crujido le hizo mirar de inmediato hacia arriba, donde una enorme viga se desprendía del techo haciéndose cada vez más grande, hasta que no pudo observar nada más y su ansia de aventuras se desvaneció con él.

            Tal y como se había estipulado, dos días después, y tras superar los devastadores efectos del huracán, Bernardo de Gálvez encabezó la marcha de un contingente de 1.400 hombres hacia Manchac sin aquel que más lo había deseado.

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